LAS DESVENTURAS DE REX
Rex accedió al trono de su país con notables ansias reformadoras. Motivado por las grandes insuficiencias del Derecho de su reino, el deseo de acabar con ellas se convirtió en el principal objetivo de su reinado. Una firme actuación en este sentido se antojaba imprescindible, pensaba el propio Rex, con solo echar un vistazo a la realidad que le rodeaba. Leyes ancladas en el pasado, absolutamente ajenas a los tiempos que corrían, daban paso a juicios carentes de todo tipo de garantías sobre su resolución. "A grandes males, grandes remedios", debió de creer el protagonista de esta historia. Y, en consecuencia, decidió adoptar, como primera medida, la derogación de todas las leyes existentes en ese momento, con el objeto de redactar él mismo, de su puño y letra, una nueva compilación legislativa. Ello le permitiría pasar a la historia como el gran legislador que creía ser, y, de paso, terminar con la caótica situación jurídica de sus súbditos. Nada más lejos de la realidad. Pronto, su deficiente formación se manifestó en la imposibilidad de generalizar las situaciones particulares, con la consiguiente incapacidad para construir preceptos normativos generales. Abandonó la idea del código y empezó a pensar en una nueva solución.
Había oído hablar a emisarios de lejanos países de las virtudes de un tal juez Hércules, el cual resolvía siempre con acierto, según decían, todos los casos y controversias que ante él se presentaran, por muy difíciles o trágicos que éstos llegaran a ser. No tardó en pretender emularle, pues pensó que si conseguía ofrecer siempre una buena solución a cualquier caso que se le presentara, podría adquirir la suficiente formación para, en un posterior momento, retomar su pretensión de crear un código de leyes. Sin embargo, sus limitaciones eran mayores de lo que creía. Se mostraba incapaz de alcanzar una misma solución para dos casos en los que, si bien los litigantes eran distintos, sus circunstancias eran parecidas o idénticas. Nadie podía tener el menor indicio para intuir cuál sería la respuesta que Rex ofrecería a su caso, aun cuando horas antes hubiera juzgado otro exactamente igual. Un nuevo fracaso se añadió a su lista de errores, que ya empezaba a tener visos de ser larga (p. 21).
Retomó su vieja idea de elaborar un código, no sin antes acudir a las clases que, con el objeto de iniciar a los estudiantes en la tarea de la creación legislativa, se impartían en la Facultad de Derecho de la capital de su reino. Los conocimientos allí adquiridos le reforzaron en su creencia, y, de nuevo, se puso manos a la obra. Pero, su paso por la Facultad no logró mermar el temor a un nuevo fracaso en su tarea de creación legislativa, se impartían en la Facultad de derecho de la capital de su reino. Los conocimientos allí adquiridos le reforzaron en su creencia, , de nuevo, se puso manos a la obra. Pero, su paso por la Facultad no logró mermar el temor a un nuevo fracaso en su tarea, de manera que, tras concluir la redacción, anunció que el código se mantendría en secreto. Resolvería las disputas con arreglo a dicho código, eso sí, pero sin permitir que nadie conociera el contenido completo del mismo. Grande fue su sorpresa cuando sus súbditos le hicieron saber lo desagradable que resultaba que los litigios fueran a resolverse con arreglo a unas normas que no había forma de conocer.
Rex empezaba a obsesionarse por el futuro, y, sobre todo, por la imposibilidad de predecir éste, y de hacer que todo su Derecho girase sobre esas premisas. Para alejarse de esa obsesión, decidió dar un nuevo rumbo a su labor. A partir de este momento, resolvería los casos al final de cada año, de manera que el día de año nuevo publicaría las sentencias correspondientes al año anterior, incluyendo en todas y cada una de ellas los argumentos por los que había adoptado la concreta solución. Una nueva desilusión se extendió por el reino. No estaba mal que se conocieran las razones según las que se resolvían los conflictos, adujeron los súbditos de Rex, pero estaría mejor que pudieran conocerse con anterioridad a la realización de las conductas. Rex aceptó, una vez más, su fracaso. Y es que pensó de inmediato el monarca - tenía razón aquel profesor de la Facultad cuando explicaba a los alumnos que el estudio de la argumentación judicial era poco menos que una pérdida de tiempo. Lo importante era que las leyes estuvieran bien hechas, porque así sus destinatarios sabrían en cada momento la conducta que se exige en ellos, y los casos concretos no podrían ser resueltos al margen de lo dispuesto en tales leyes.
Tras un período de tiempo en el que Rex se dedicó en exclusiva a la redacción del tan ansiado código, se anunció desde palacio que en breve se procedería a la publicación del mismo. La expectación se tornó en frustración cuando por fin se conoció el resultado de la labor del Rex. Por más que se leyera y releyera el código, no había forma de entender frase alguna del mismo. Y ello no sólo por los ciudadanos ordinarios, aquéllos que no tenían nada que ver con el estudio del ejercicio del Derecho, sino que los expertos en materias jurídicas tampoco eran capaces de desentrañar su significado. Todo empezó a ir de mal en peor cuando una mañana, en las paredes del palacio real, aparecía escrito. "¿cómo puede cumplirse una norma que no puede entenderse?".
Después de retirar el código, Rex volvió a acordarse de su profesor en la Facultad, pues había quedado impresionado con las enseñanzas que de él había recibido. El profesor fue llamado a palacio, donde se requirieron sus servicios para dotar al código de la necesaria claridad, pero sin que se alterasen en modo alguno sus contenidos. La claridad hizo aparecer nuevos defectos en el texto, que, hasta entonces, habían pasado desapercibidos. El código estaba plagado de contradicciones. Lo que se obligaba en una disposición del mismo, era prohibido en otra posterior. Y así en innumerables ocasiones. La crítica en la pared no se hizo esperar. "Ahora el rey ha sido claro, pero incoherente", fueron los términos de la misma.
Rex se sentía traicionado por sus súbditos. Después de todo lo que había hecho por su bienestar, ellos sólo le devolvían reproches y actitudes negativas. Si querían un código libre de contradicciones, lo iban a tener. Así se le comunicó al profesor, quien se había convertido ya en consejero permanente del rey, pero ordenándole además que incluyera en el texto una larga lista de delitos. A partir de ese momento, el comportamiento y la actitud que los súbditos debían tener en presencia de Rex tendría que ser intachable. Éste convirtió en delito acciones como toser, estornudar, desmayarse o caerse delante suyo; y, por supuesto, escribir en las paredes del palacio. Así, la protesta popular, que había subido enormemente de tono desde los iniciales errores de Rex, se manifestó esta vez a través de la emisión de panfletos en los que se reprochaba la promulgación de normas que no podían ser obedecidas.
A pesar de ciertas reticencias, Rex aceptó que se eliminaran del código todas las normas que exigieran conductas imposibles de seguir. Ahora sí podía decirse que el código parecía no tener defecto alguno. Sus preceptos eran claros, no resultaban incoherentes entre sí, y las conductas que en ellos se recogían estaban dentro de las capacidades humanas. Rex felicitó al profesor por su trabajo, e incluso contribuyó a una mejora de sus exiguos ingresos. No obstante, un nuevo problema no tardó en surgir, motivado por el excesivo periodo de tiempo que había transcurrido entre la primera redacción del código y su resultado final. Su contenido había quedado obsoleto, incapaz de enfrentarse y ofrecer soluciones a los nuevos acontecimientos. Desde el mismo día en que entró en vigor, multitud de enmiendas iban presentándose ante la mesa del profesor. Su trabajo parecía no tener fin. Empezaba a lamentar haberse dedicado al estudio de la ley. Tenían razón aquéllos que, en su juventud, le decían que mucho mejor le irían si se dedicara al ejercicio y la práctica del Derecho. Quizá fuera uno de ellos el autor del texto que apareció meses después en las paredes de las ciudades del reino. "Una ley que cambia todos los días es peor que no tener ley alguna".
Rex achacó sus males a la perniciosa influencia que había recibido en la Facultad por parte del profesor al que, tiempos atrás, llegó a admirar. En consecuencia, su siguiente medida fue cesar a éste, y asumir personalmente la labor de juzgar y aplicar las normas del código. Lo cierto es que sus capacidades de resolución de conflictos habían mejorado enormemente, hecho que se atribuyó al nuevo consejero del rey, un experto en argumentación judicial. Las sentencias estaban correctamente formuladas, y en todas ellas se desplegaba un abanico de brillantes argumentos que permitían llegar invariablemente a una buena solución. Sin embargo, tras un periodo de tiempo en el que sus súbditos quedaron fascinados por la dirección que habían tomado los acontecimientos, apareció un nuevo y definitivo problema. Detrás del bonito escaparate de la argumentación, las sentencias ocultaban un profundo desconocimiento de las normas del código. Era como si los argumentos hubieran cobrado vida propia y se hubieran independizado por completo de lo ordenado por los preceptos del mismo. En las sentencias, los casos no se resolvían según los deseos de Rex, sino según los de su consejero, aun cuando se repetía por parte de aquél que el código seguía siendo la norma básica de su reino.
El descontento popular desencadenó revueltas en varios lugares del reino, con el objetivo de apartar al Rex del trono. Sin embargo, no fue necesario llegar a tan drástica solución. Rex no fue capaz de soportar esta situación y, profundamente desilusionado por lo que él consideraba un mal comportamiento de sus súbditos, falleció repentinamente. La primera medida del sucesor, Rex II, fue apartar del Poder a los juristas, y transferirlo a los psiquiatras y expertos en relaciones públicas. Así, según explicó, la gente podía ser feliz sin normas.
Tomado de Rafael Escudero Alday "Introducción a las desventuras del Rex".